domingo, 30 de marzo de 2014

INTERVENCIÓN DE JOAQUÍN DÍAZ EN VALLADOLID, CON MOTIVO DE LA PRESENTACIÓN DEL NÚMERO 4 DE “EL BALUARTE”



Julio Caro Baroja, uno de los escritores más lúcidos y por tanto más raros y heterodoxos del siglo XX, escribió en 1980 el texto siguiente: “Los etnógrafos, los que habíamos pateado el país durante los treinta o cuarenta años anteriores nos encontramos con que todo lo que habíamos estudiado se convirtió de repente en Arqueología, con la paradoja de que quienes quebraron más las condiciones de la vida tradicional fueron las gentes que se consideraban más conservadoras, más "de orden" ¿Qué orden? Ahora estas mismas gentes no entienden las consecuencias de aquel "milagro español" que creó aglomeraciones como las de Bilbao, los pueblos-dormitorios, los "ghettos" urbanos y de trabajo, el florecimiento de la discoteca y del "pub" con un nombre con diéresis inglesa. Creyeron en la eficacia estabilizadora, ''política", de la renta "per capita" y otras necedades por el estilo y de un país pobre pero hermoso y con posibilidades de' 'regeneración', hicieron un país con fugaz apariencia de rico que se ha afeado de modo alarmante... y con "regeneración" dificultosa”.
Esto lo escribía Caro Baroja en la revista Triunfo en los años 80 pero se puede suscribir hoy con la certeza ya de que hay poca solución razonable para aquellas aspiraciones y de que todas las revoluciones del siglo XX –las cruentas y las incruentas-  fracasaron definitivamente en nuestra sociedad, con el leve matiz del aire fresco que algunas ideas y algunos personajes aportaron al tórrido ambiente, pero que yo compararía con el efecto que podría producir un abanico en el aire plúmbeo de un patio sevillano durante una siesta de julio. Esas ideas fueron como los faros costeros, que alertaron del peligro de las rocas, pero siempre desde lejos, desde la distancia, desde ese emplazamiento al que el barco no volvería jamás. Sin embargo tengo la íntima sensación de que el fracaso de quienes entonces clamábamos en el desierto tiene mucho más valor y más sentido que el triunfo, si tenemos en cuenta a cuánto se vende hoy el kilo de éxito, dónde se vende y para qué. Hoy más que nunca debemos aplicar la firmeza y una voluntaria renuencia a lo fácil para no caer en la trampa de ese éxito que se nos ofrece por doquier. Y no sólo me refiero al éxito usado como fin aparentemente inexcusable para el ser humano en cualquier actividad que quiera emprender; ese éxito cuya filosofía se basa en la indefectible consecución de algo tan fútil como el dinero o la fama. Me refiero al éxito como salida (y utilizo aquí la etimología de la palabra) de un destino al que el individuo está fatalmente encadenado desde que fue capaz de comunicar sus sueños y sus sentimientos a otras personas. Ese destino, trágico pero grandioso al mismo tiempo, tiene que ver con su propia condición humana, perecedera y frágil, que le obliga a expresarse correctamente si quiere que los demás conozcan su experiencia; a usar artísticamente la palabra para que emociones y sentimientos lleguen a otros custodiados por la belleza de la forma; a volver, aunque le asuste, a su pasado para recuperar los paisajes interiores de la inocencia y del candor. Aun cuando hayamos perdido el sentido de la orientación y estemos solos en el bosque, siempre habrá -como en los viejos cuentos- unos guijarros blancos o unas migas que nos servirán para reencontrar el camino a nuestra casa. No tengamos miedo a la nostalgia.
En cualquier caso, si algo nos redime de los errores es la voluntad de no volver a cometerlos y a esa voluntad, simbolizada en el número de El Baluarte que hoy se presenta, dedicaré estas líneas. Porque ya el mismo título es toda una declaración de intenciones antes de adentrarse en el contenido, siempre interesante. Baluarte significa en todos los idiomas en que se ha usado, obra fuerte y lo es porque necesita serlo. El baluarte nace en Europa ligado al perfeccionamiento de la artillería y hace de necesidad virtud al tratar de convertir los emplazamientos fortificados en auténticas defensas inexpugnables, inasequibles al poder y alcance de las agresivas municiones del hipotético enemigo.
Los tiempos y los sistemas de ataque han cambiado mucho desde fines de la Edad Media. Nuestros días nos han traído una novedosa y sofisticada forma de invasión. Su procedencia está clara pero no así sus tácticas; sin una verdadera actividad bélica, sin violencia, sin aparente barbarie, ha entrado en nuestras vidas atacando dos puntos neurálgicos y vitales: nuestras ansiedades y nuestra curiosidad. En vez de agredir con bombardas que arrojen toscos bolaños hostiga hasta la seducción con fantásticos productos que hacen desaparecer el ansia y la incertidumbre; ataca con maravillosos artículos que calman la sed, mitigan la impaciencia o nos hacen sentirnos solitarios soberanos de mundos imaginarios enlazados por cables o por ondas, que penetran sin atropello hasta el reducto más íntimo del hogar y del alma. La victoria es patente y el método admirable pues se ha producido sin derramar una gota de sangre (al menos en estos lares y en estas circunstancias). Se ha conquistado nuestra voluntad y se ha reducido cualquier tipo de discrepancia pues todos estábamos convencidos de antemano de la necesidad de ser invadidos; seguros de la oportunidad de cambiar nuestros viejos hábitos por útiles y beneficiosos géneros con deslumbradores resultados; necesitados de una nueva lengua -mediata y secundaria pero imprescindible- que nos permitiera comunicarnos sin decir nada profundo ni problemático ni controvertible; persuadidos, en fin, de que no hay nada tan sagrado en esta vida que no se pueda estampar en el pectoral de una camiseta, ni ningún himno o marcha con ritmo tan obstinado que no pueda pasar, con leves retoques, a formar parte de esa otra “marcha” que es la que, hoy por hoy, verdaderamente crea adeptos. Casi sin darnos cuenta hemos metido el caballo de Ulises dentro de Troya; y ya hemos tenido ocasión de comprobar quién venía dentro. Con la excusa de la modernidad presuntamente necesaria, con la artimaña de que si no colaboramos a esa invasión no somos de este siglo, se nos han colado la desidia, la necedad y la incuria.
¿Cómo no va a hacerse más indispensable que nunca ese baluarte que nos defienda de los errores del momento, que nos están dejando una sociedad desnortada y disfrazada con una personalidad ajena e innecesaria? El bastión contra tanto despropósito es precisamente la defensa de lo propio, del patrimonio, es decir de aquellos conocimientos que nuestros padres nos entregaron y que por tanto nos atañen y nos definen. Ese patrimonio, tanto el material como el inmaterial, son difícilmente separables pues no se entiende una sociedad sin su mentalidad, del mismo modo que no se concibe un conjunto etnográfico sin conocer las creencias, costumbres, técnicas, herramientas y usos que le dieron origen.
Demos la bienvenida, pues, a este nuevo número de El Baluarte, símbolo de una Villa, orgullo de sus habitantes y sobre todo seña de identidad de sus Amigos, esos Amigos de Cudillero capitaneados por Juan Luis Álvarez del Busto, dispuestos a defender y apoyar los valores culturales y patrimoniales con independencia y sentido común. Muchas gracias por vuestro esfuerzo, que os honra, y por vuestra presencia hoy aquí.

Joaquín Díaz
(Valladolid.15 de febrero de 2014)


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