Julio Caro Baroja, uno
de los escritores más lúcidos y por tanto más raros y heterodoxos del siglo XX,
escribió en 1980 el texto siguiente: “Los etnógrafos,
los que habíamos pateado el país durante los treinta o cuarenta años anteriores
nos encontramos con que todo lo que habíamos estudiado se convirtió de repente
en Arqueología, con la paradoja de que quienes quebraron más las condiciones de
la vida tradicional fueron las gentes que se consideraban más conservadoras,
más "de orden" ¿Qué orden? Ahora estas mismas gentes no entienden las
consecuencias de aquel "milagro español" que creó aglomeraciones como
las de Bilbao, los pueblos-dormitorios, los "ghettos" urbanos y de
trabajo, el florecimiento de la discoteca y del "pub" con un nombre
con diéresis inglesa. Creyeron en la eficacia estabilizadora, ''política",
de la renta "per capita" y otras necedades por el estilo y de un país
pobre pero hermoso y con posibilidades de' 'regeneración', hicieron un país con
fugaz apariencia de rico que se ha afeado de modo alarmante... y con
"regeneración" dificultosa”.
Esto lo escribía Caro Baroja en la revista Triunfo en los años 80 pero
se puede suscribir hoy con la certeza ya de que hay poca solución razonable
para aquellas aspiraciones y de que todas las revoluciones del siglo XX –las
cruentas y las incruentas- fracasaron
definitivamente en nuestra sociedad, con el leve matiz del aire fresco que
algunas ideas y algunos personajes aportaron al tórrido ambiente, pero que yo
compararía con el efecto que podría producir un abanico en el aire plúmbeo de
un patio sevillano durante una siesta de julio. Esas
ideas fueron como los faros costeros, que alertaron del peligro de las rocas,
pero siempre desde lejos, desde la distancia, desde ese emplazamiento al que el
barco no volvería jamás. Sin embargo tengo la íntima sensación de que el
fracaso de quienes entonces clamábamos en el desierto tiene mucho más valor y
más sentido que el triunfo, si tenemos en cuenta a cuánto se vende hoy el kilo
de éxito, dónde se vende y para qué. Hoy más que nunca debemos aplicar la
firmeza y una voluntaria renuencia a lo fácil para no caer en la trampa de ese
éxito que se nos ofrece por doquier. Y no sólo me refiero al éxito usado como
fin aparentemente inexcusable para el ser humano en cualquier actividad que
quiera emprender; ese éxito cuya filosofía se basa en la indefectible
consecución de algo tan fútil como el dinero o la fama. Me refiero al éxito
como salida (y utilizo aquí la etimología de la palabra) de un destino al que
el individuo está fatalmente encadenado desde que fue capaz de comunicar sus
sueños y sus sentimientos a otras personas. Ese destino, trágico pero grandioso
al mismo tiempo, tiene que ver con su propia condición humana, perecedera y
frágil, que le obliga a expresarse correctamente si quiere que los demás
conozcan su experiencia; a usar artísticamente la palabra para que emociones y
sentimientos lleguen a otros custodiados por la belleza de la forma; a volver,
aunque le asuste, a su pasado para recuperar los paisajes interiores de la
inocencia y del candor. Aun cuando hayamos perdido el sentido de la orientación
y estemos solos en el bosque, siempre habrá -como en los viejos cuentos- unos
guijarros blancos o unas migas que nos servirán para reencontrar el camino a
nuestra casa. No tengamos miedo a la nostalgia.
En cualquier caso, si
algo nos redime de los errores es la voluntad de no volver a cometerlos y a esa
voluntad, simbolizada en el número de El Baluarte que hoy se presenta, dedicaré
estas líneas. Porque ya el mismo título es toda una declaración de intenciones
antes de adentrarse en el contenido, siempre interesante. Baluarte significa en
todos los idiomas en que se ha usado, obra fuerte y lo es porque necesita
serlo. El baluarte nace en Europa ligado al perfeccionamiento de la artillería
y hace de necesidad virtud al tratar de convertir los emplazamientos
fortificados en auténticas defensas inexpugnables, inasequibles al poder y
alcance de las agresivas municiones del hipotético enemigo.
Los
tiempos y los sistemas de ataque han cambiado mucho desde fines de la Edad Media. Nuestros
días nos han traído una novedosa y sofisticada forma de invasión. Su
procedencia está clara pero no así sus tácticas; sin una verdadera actividad
bélica, sin violencia, sin aparente barbarie, ha entrado en nuestras vidas
atacando dos puntos neurálgicos y vitales: nuestras ansiedades y nuestra
curiosidad. En vez de agredir con bombardas que arrojen toscos bolaños hostiga
hasta la seducción con fantásticos productos que hacen desaparecer el ansia y
la incertidumbre; ataca con maravillosos artículos que calman la sed, mitigan
la impaciencia o nos hacen sentirnos solitarios soberanos de mundos imaginarios
enlazados por cables o por ondas, que penetran sin atropello hasta el reducto
más íntimo del hogar y del alma. La victoria es patente y el método admirable
pues se ha producido sin derramar una gota de sangre (al menos en estos lares y
en estas circunstancias). Se ha conquistado nuestra voluntad y se ha reducido
cualquier tipo de discrepancia pues todos estábamos convencidos de antemano de
la necesidad de ser invadidos; seguros de la oportunidad de cambiar nuestros
viejos hábitos por útiles y beneficiosos géneros con deslumbradores resultados;
necesitados de una nueva lengua -mediata y secundaria pero imprescindible- que
nos permitiera comunicarnos sin decir nada profundo ni problemático ni
controvertible; persuadidos, en fin, de que no hay nada tan sagrado en esta
vida que no se pueda estampar en el pectoral de una camiseta, ni ningún himno o
marcha con ritmo tan obstinado que no pueda pasar, con leves retoques, a formar
parte de esa otra “marcha” que es la que, hoy por hoy, verdaderamente crea
adeptos. Casi sin darnos cuenta hemos metido el caballo de Ulises dentro de
Troya; y ya hemos tenido ocasión de comprobar quién venía dentro. Con la excusa
de la modernidad presuntamente necesaria, con la artimaña de que si no
colaboramos a esa invasión no somos de este siglo, se nos han colado la
desidia, la necedad y la incuria.
¿Cómo
no va a hacerse más indispensable que nunca ese baluarte que nos defienda de
los errores del momento, que nos están dejando una sociedad desnortada y
disfrazada con una personalidad ajena e innecesaria? El bastión contra tanto
despropósito es precisamente la defensa de lo propio, del patrimonio, es decir
de aquellos conocimientos que nuestros padres nos entregaron y que por tanto
nos atañen y nos definen. Ese patrimonio, tanto el material como el inmaterial,
son difícilmente separables pues no se entiende una sociedad sin su mentalidad,
del mismo modo que no se concibe un conjunto etnográfico sin conocer las
creencias, costumbres, técnicas, herramientas y usos que le dieron origen.
Demos
la bienvenida, pues, a este nuevo número de El Baluarte, símbolo de una Villa,
orgullo de sus habitantes y sobre todo seña de identidad de sus Amigos, esos
Amigos de Cudillero capitaneados por Juan Luis Álvarez del Busto, dispuestos a
defender y apoyar los valores culturales y patrimoniales con independencia y
sentido común. Muchas gracias por vuestro esfuerzo, que os honra, y por vuestra
presencia hoy aquí.
Joaquín Díaz
(Valladolid.15
de febrero de 2014)
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